Querido Dios. Perdóname, pues he pecado. Aún no me confieso, porque si el padre se entera, es capaz de echarme ni tampoco a ninguna autoridad. Quiero confesar mi pecado contigo, personalmente, en ésta noche donde afuera llueve... y he llegado a pensar que es Tu enfado, tu furia... porque mi pecado es imperdonable.
Y sin embargo, Padre mío, no siento arrepentimiento de lo que hice.
Y sin embargo, Padre mío, no siento arrepentimiento de lo que hice.
Tú me conoces desde que nací, sabes mi nombre, sabes que mi vida era plenamente Tuya. Sabes que me he alejado de toda maldad, de toda cosa impura en Tu nombre, he ido a la iglesia para escuchar tu palabra, he servido el vino y entregado el pan en la boca de tus hijos e hijas...
Perdóname, pues el pecado me ha consumido. Y ahora, no tengo razones para usar el hábito, ni para seguir entregando mi vida a ti. Dios, cruzaste a Araceli en mi destino y con eso, sellaste mi desobediencia.
Ella, tu hija más bella, tu creación más perfecta. Araceli, la de ojos castaños y cabello negro como la oscuridad, suave, oloroso... la joven de la piel suave que emanaba un olor más potente que el de los inciensos durante la misa. Perdóname Padre, pues la lujuria me consumió, ese Domingo por la tarde, cuando coloqué la ostia sobre sus finos labios y ella me miró. Y sentí que Satanás se apropiaba de mi alma, entonces dejé de ser el acólito, el niño bueno... me convertí en el adolescente pecador, el que ahora se niega a retirarse y tú, Dios, estás más lejos que nunca.
Araceli se sentó el resto de la misa en la banca cerca del altar, jugaba con su cabello negro, me miraba y retiraba esos ojos perfectos. Cruzaba las piernas y se sentaba derecha de nuevo. No escuché la reflexión, no oré ni recité el Padre Nuestro junto con el resto de las personas. No existía la iglesia, tampoco un infierno ni un cielo que me causara admiración. Solamente Araceli, sentada en aquel frío espacio, enfermando mi alma, maravillando mi mente, transformando mi cuerpo... tan solo, tan helado y alejado de los pecados capitales, mortales, de todo lo que era maravilloso y horrible.
Y ella se iba a dar vueltas por el patio y yo la miraba, con mi hábito blanco, con las manos temblorosas. Padre perdóname, pues he deseado consumir, he asechado como un animal, a alguien que no me pertenece. Porque he herido para saciar mi carne.
Araceli era inteligente, me enfrentaba sin bajar la mirada, me tocaba del hombro después de la misa y al mismo tiempo me temía, porque leía el deseo en mi mirada, sentía el calor debajo de mi hábito, lo frenético de mis acciones, porque yo la deseaba, solo para mí, todas las noches después de la misa, de la misa que yo ignoraba porque mis fantasías predominaban, porque mis manos, mis extremidades y mi sexo pasaba por algo nuevo, algo bello, hereje.
Hablábamos de la Biblia, de las misas, de nuestras vidas tan diferentes. Araceli me sonreía y desaparecía en la noche con un beso en la mejilla. Así pasó hasta que un día, Padre, la vi hablar con un desconocido fuera, mucho cariño, mucho acercamiento y me encolericé. Porque Araceli es mía desde que le di la ostia, desde que toqué sus labios tibios, desde siempre, Tú me la mandaste, Tú la cruzaste en mi camino y me pertenece.
Y esa noche ella se fue de nuevo sola a pasear por el solitario patio detrás de la iglesia, después de la misa, cuando no había nadie. Y la aceché como si fuera una presa y yo un animal. Perdóname Padre, porque he pecado. Porque salí de la oscuridad y la asusté, le pregunté porqué me había traicionado. Cogí sus muñecas con fuerza y la escuché gritar, la atraje hacia mi cuerpo y sentí el suyo. Su cabello me erizó la piel, sus formas, Padre mío, se movían debajo de su ropa y la sujeté más fuerte, queriéndome fusionar, queriendo hacerla mía de una vez para que nunca más me traicionara.
Me rasgó el hábito y yo casi la aplasto contra el frío muro de la iglesia. Le besé la mejilla, el cuello, cerca de los labios, pensando solo en mí. Egoísta de mi parte, Dios mío, egoísta y cegado por la lujuria. Gritó y nadie la escuchó, se fue con un pedazo de mi hábito y desapareció entre la noche, sola.
Y esa noche, Padre, no pude dormir.
El deseo me corría por las venas, me estremecía, me hacía dar muchas vueltas en mi lecho y no conseguir el sueño esperado. Solo estaba Araceli en mi mente, en mis manos, oliendo a su perfume, quemando porque deseaban tocar más. Deseé que Araceli apareciera en la puerta, a mi plena disposición.
Araceli, que significa "altar del cielo" me llevó al infierno mismo y a una noche donde lo sentí quemar mi carne en flamas lentas y dolorosas...
Perdóname, Padre, pues he pecado. He confesado mi pecado contigo, aquí, personalmente. He decidido dejar mi hábito roto y retirarme de tu camino.
He decidido buscar a Araceli hasta el fin de los tiempos.
Y si por aquello, Deseas mandarme al infierno...
Que se haga Tu voluntad.
2 comentarios:
Yo también soy acólito en una parroquia franciscana ; me conmovió tu historia y te aconsejo algo : Conquistala , pero no dejes el camino de Dios .
Yo también soy acólito de una parroquia franciscana ; me conmovió totalmente tu historia ,otra cosa ,te doy un consejo; haber si lo apruebas :conquístala ,pero no dejes el camino de Dios .
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