miércoles, 30 de octubre de 2013

Reflexiones de cama triste.


En algún momento creí en la unión eterna de las personas. No es que ahora mire con desdén a las parejas que son realmente felices ni que haya dejado de ocultar mi rostro detrás de un pañuelo durante las bodas en una sofocante catedral, pero recuerdo que antes mi concepción de la unión era distinta. 
Me tomó muchos años comprender que poco importan ya las marcas de dientes en los muslos y los restos purpúreos de un martes entre los senos, que no hay alguna cuestión legal o divina que convierta a un revoltijo de sábanas y un beso en la frente, por más que para mi signifique la expresión más cruda y violenta de amor, en una promesa de honestidad. Hace muchos años miraba a las personas con la ingenua seguridad que el abrir la carne para dar paso al deseo y el prometerse una vida de poética nostalgia era suficiente, una especie de pacto sanguíneo e inquebrantable, algo de verdad eterno. 

Los Amantes - Toulouse Lautrec
Tuvo que pasar mucho tiempo para que aprendiera a observar las marcas desaparecer, sentir el  súbito y atemorizante aroma de una piel ajena encima de mi pecho durante la noche y repetirme que sólo son memorias, cicatrices, fragancias de guerra. No voy a negarlo; es muy triste. Fue poco o nada importante las cenas que se imaginan las personas, el decidir de qué color pintar sus casas, el nombre de los hijos no nacidos que perecieron aplastados contra la realidad. 

No hay nada más desgarrador, no hay manera de sentirme más miserable que aceptar el dulce abrazo de alguien, escuchar una promesa en voz baja y pensar "Si supieras que me estás mintiendo. ¡Si tan solo supieras que nada de esto es cierto!".

¿Qué se supone que voy a hacer cuando me cruce con un beso sincero, si es que tal cosa existe, con una caricia sin malicia y un verso gentil? 
Siempre tengo miedo de haber convertido a mis ángeles en monstruos y mis ilusiones en pesadillas diurnas, tan táctiles como una mano fría buscándome entre las rodillas. 
Y sin embargo todavía creo que es real. 
Que en algún lado, la gente todavía se susurra poesía al oído para descifrar sus espíritus y no la contraseña feroz que abrirá la puerta de un hotel.

jueves, 3 de octubre de 2013

Coma & Desfibrilación.

Han pasado casi seis meses desde la última vez. Sentada frente a los azulejos del balcón, podría decir que un siglo se ha escabullido por debajo de mi piel, como una serpiente en medio de este extraño invierno que se traga la ciudad. Ya no queda nada del esqueleto que fui en abril, no hay rastros ni carne descompuesta, ni páginas rotas o cabellos entre la almohada. Hay una eternidad de ojos tristes entre abril y octubre y sin embargo no hay lugar para quejas. He dado cien pasos atrás desde aquella pesadilla. 
Supongo que tampoco hay lugar para resúmenes, porque no se me ocurre de qué manera explicar todo lo que ha sucedido. Mucho ha cambiado. Todo ha cambiado y no hay nada que extrañe. Estoy feliz que haya terminado. Han sido seis largos meses, meses de pastillas y psicopatología, besos de Xanax en la cama de Emergencias por las tres de la mañana, dolores de cabeza, nicotina entre los dedos, tomografías y sertralina en las mañanas, consultorios psiquiátricos en el sótano de la clínica, taxis a las nueve de la noche.
Últimamente, por no decir, en las tres horas que se acaban de desvanecer, llantos y gritos que resuenan en la ducha, se estrellan contra las losetas, parten la piel en dos. Promesas, risa y muerte. Pesadillas. No queda nadie de quien fui pero sigo siendo yo y he regresado sin saber exactamente qué es lo que quiero decir, a dónde quiero llegar. Ha ocurrido tanto en tan poco tiempo. He ido a tantos lugares, a veces sin siquiera moverme. Hay tanto dentro de mi. 
Me pregunto cuándo llegaré al final de la escalera.