sábado, 1 de mayo de 2010

Líos de Ventana

Su papá trabajaba en cualquier cosa que estuviera involucrada con arreglar. Alfombras, tuberías, camas... el hombre era demasiado hábil con las manos y por eso se rompía el lomo viajando a casas de familias de clase media y super adineradas para arreglarles lo que los inútiles destruían. Le decían el señor Útil y como no había con quien dejar a su hijo, se lo llevaba a todas las casas que frecuentaba, si lo dejaba solo seguro que se iba y los del barrio le enseñaban a tomar cochinadas. Leonardo iba con su papá a todos lados, su mamá estaba enferma, no la veía desde hace mucho, pero se había acostumbrado a aquella ausencia y su padre se había transformado en todo. Ese verano un míster que vivía en una quinta, en un condominio, llamó al señor Útil para que le arreglara unas cosas en la azotea, unos cuantos ladrillos... no era nada difícil. Leonardo subió con su papá y se pusieron mano a la obra. Sí hijo, el míster nos va a pagar muy bien por todo, no te asomes tanto que te puedes caer, estate tranquilo, que aquí estamos muy alto.
Leonardo sacudía la cabellera negra después de ayudar a su papá, a la hora del descanso y el míster les subía una Inca Cola con hielo, riquísima. Se apoyaba en los sacos de cemento y miraba hacia abajo del condimino, hacia ese pasadizo largísimo y hacia la roja pared que era la casa de al lado. Tenía cinco ventanas, altísimas y protegidas con rejas, como si fuera barrio peligroso, éstos están locos, paraoicos, de tanta plata.
Tomaba su Inca Cola al lado de su padre y entonces vio que la tercera ventana se veía distinta a las demás. Tenía las ventanas abiertas, unas cortinas floreadas... mas o menos y se veían paredes blancas, muy limpias, eso sí. Leonardo siguió mirando, aunque su papá ya se había levantado, vio una silueta cruzar la habitación y acercarse a la ventana, abriendo cajones de un mueble de por ahí, sacando ropa y cerrando todo de nuevo. Tenía el cabello largo y enrulado, los brazos gruesos y formas prodigiosas más no perfectas. El señor Útil le llamó la atención.
A hijas de vecinos platudos no se mira, hijo mío. No vaya a ser que te descubra y nos metamos en problemas, el míster confía en nosotros, no la jodas, hijo, ya no mires, niñitas de barrio pituco, toma tu Inca Cola y ayúdame acá.
Y Leonardo ayudaba, pero su ojo estaba fijo en la ventana, en la mínima acción, movimiento, la mínima aparición de un pedazo de ella. Quedaba solo el polvo del cemento y los ladrillos, los vasos de Inca Cola y las manos rasposas de su papá riñiéndolo una palmada en la espalda.
Así todos los viernes venía el señor Útil a la casa del míster a trabajar y Leonardo, que tenía ya los brazos, la espalda y las piernas durísimas de tantos años de estar al lado de su padre, atractivo el cholo, igual que el padre, decía el míster cuando comentaba con sus amigos sobre del señor Útil.
Uno de esos viernes su padre bajó y Leonardo se quedó solo, entre el polvo, con el cabello larguísimo pero limpio y las manos adormecidas. Se apoyó en las bolsas de cemento, casi al borde de la azotea y la tercera ventana estaba cerrada, solo se veía un poco de su rico contenido, la cortina tapaba casi todo el escenario. Leonardo esperó, y vio una ráfaga canela. Aguzó la vista y sonriendo se dio cuenta que la desconocida se acercaba a su mueble y abría los cajones, sujetandose la toalla blanca con una de sus manos, dejando al descubierto sus hombros redondos y brillantes por el agua, el cabello mojadísimo y pegado a la piel de forma tan deliciosa que Leonardo sintió escalofríos, a pesar de estar tan lejos.
Se quedó contemplando, con cara de bobo, la tercera ventana hasta que ella desapareció y minutos después abrió la cortina, ya vestida y con el cabello aún mojado, brillante, lindísimo. Se apoyó en el alféizar y de la nada, su mirada se dirigió hacia aquel chico que la miraba, sentado en la azotea de su insoportable vecino. Se quedó quieta, sorprendida y Leonardo casi se cae del susto. Me encontraron observando, a las niñitas del vecindario platudo, que el míster no se entere porque papá se queda sin trabajo... ella le sonrió, casi sin querer y se fue, dejando la ventana abierta.
La obra se terminó semanas después. Hubieron más botellas de Inca Cola vacías y nuevos shows, ahí, desde los sacos de cemento. Porque ella, la chica de la otra casa, dejaba la cortina con ese pequeñísimo espacio abierto quizás a propósito, quizás lo hacía sin darse cuenta. El míster estaba contentísimo con el trabajo del señor Útil y Leonardo estaba más cansado que nunca pero feliz y nervioso por culpa de la ventana de allá abajo. Que mi papá ni se entere, ni se entere porque si no igual se molesta. El último día, el míster le dio la plata al señor Útil y éste salió del condominio con su hijo, Leonardo vio que alguien salía de la puerta del costado y nerviosísimo se dio cuenta que era la chica de la ventana. Se quedó mudo, frío, se le tensaron los músculos y cuando ella lo miró, sintió que se volvía agua. Parece que lo reconoció porque le sonrió y se fue caminando por otro lado, con el gorrito negro encima de su cabello enrulado, las formas prodigiosas de siempre en un cuerpo que no era perfecto, pero Leonardo convencido que era bellísimo.
El señor Útil le pasó una mano por el hombro a su hijo.
Ya Leonardo, no te me decaigas. Te cuento que el míster va a pasarle la voz a sus amigos platudos de por acá... te cuento, no más.
Y su hijo se sonrió para sus adentros.
Ya papá... ojala que al vecino, se le rompa algo en menos de un mes.

Misteriosamente, esa misma noche, quien sabe cómo, las tuberías del vecino del míster se rompieron y al día siguiente había una laguna de agua sucia en el suelo del condominio.
Colérico, el vecino salió a discutir con el míster pero éste, muy tranquilamente, comenzó a sonreír.
Tranquilo viejo, que yo tengo a un señor Útil que te deja todo como nuevo.
Ese señor Útil... con el cholo guapo de su hijo, igualitos los dos...

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