Era curioso ponerse tacones. Ni siquiera lo había hecho cuando era pequeña y todas sus amigas, solían ponerse los zapatos de mamá. Caroline siempre se ponía los zapatos de su papá: grandes, negros y brillantes.
Cuando creció, se dio cuenta que todas las niñas de su escuela eran muy distintas a ella, hasta le parecía ridículo todos aquellos moñitos y ganchitos de colores en sus cabelleras. Caroline jamás llevo nada de adornos, ni anillos ni pulseras ni collares.
Siempre veía los partidos de fútbol con sus papá, mofándose de las jugadas malas y finalmente, pidiendo algo de comer.
Cuando ella creció y se volvió una adolescente, comenzó a ayudar a su primo Brian en arreglar el auto, pues cuando era aún niña un tío le había enseñado de motores y máquinas.
Y ahora, en plena adolescencia miraba a sus compañeras y se sentía anormal, alguien extraño y completamente distinto, así como en primaria, en el nido y en toda su vida.
Su reflejo en el espejo le mostraba los ojos de su madre, un aspecto físico de mujer.
¿Y? Se miraba las manos con cicatrices, las uñas descuidadas, el cuello sin adornos, las cejas sin depilar, el cabello sin ningún peinado especial ni coqueto... se sentía extraña.
Por momentos solía pensar que era solo un muchachito encerrado en el cuerpo de una joven. Le gustaba un chico, pero además de aquella característica ¿Qué la hacía tan mujer como sus delicadas y detallistas compañeras? ¿Qué la transformaba en femenina y dulce, como las de la televisión?
Todo esto de una imagen predeterminada de belleza la tenían hasta la coronilla, la hartaban y le asqueaba saber que jamás lograría ser como las demás.
A veces en la soledad de su habitación azul, mirando hacia su antiguo baúl de juguetes lleno de Robots, pistolas de plástico y soldados de plomo... se preguntaba si algún día podría sentirse como las demás.
Caroline...
Todo era simplemente ella.
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