
Pero él estaba al otro lado, observando en silencio, debajo de la sombra de un árbol.
Ella era verdaderamente bella, tan graciosa... diminuta e inmaculada en todos sus sentidos.
Blanca, hecha de lana suave. Cosa que él jamás podría sentir, porque se le estaba prohibido.
Se había mofado de sus engaños, demostrando que era muy inteligente. Jamás caía en sus trampas y siempre lo invitaba a jugar.
Pero él no podía, era incapaz de ir a revolcarse en las colinas con ella y reírse como nunca lo había hecho.
Y ahora estaba ahí.
Encerrado en una cueva, sentía su pelaje húmedo por las lágrimas. Se la había pasado aullando de dolor y ya no podía más.
La sangre se caía entre sus colmillos y empapaba sus patas. Sumido en aquella frustración solo podía preguntarse ¿Que he hecho?
Amabas a esa oveja desde el primer día que la viste... la admirabas por su libertad y porque no hacía daño a nadie, la amaste cada día y la ibas a amar por siempre.
Sollozando, encerrado en una cueva de penas, dolor, sangre y lágrimas...
se dio cuenta que ahora, iba a estar solo por siempre.
Siempre.
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