sábado, 11 de febrero de 2012

Transfusión

Nota: Estoy trabajando para hacer un cortometraje de este relato. 

Él tocaba el piano, pero sabía que ella estaba detrás, sentada en la cama, con la espalda contra la pared. Se alegró de verla de nuevo. Hacía unas horas, había partido con la excusa de tomar aire y él temió que no regresara o que fuera como la última vez, cuando tuvo que llamar a la policía y casi entra en pánico porque ella se evaporó en la ciudad. Terminó de tocar una pieza bastante tranquila y sin esperar aplausos ni elogios, se giró a hablarle. Le preguntó si se sentía mejor y un rostro serio y una voz grave le dijo que si. Sonrió amargamente, nada sorprendido por la sequedad de esas palabras. Ya estaba acostumbrado a la falta de emociones, pero esos episodios cortos, como explosiones de felicidad en donde ella se le acercaba a hablar y se reía escandalosamente.
 Cada mes que pasaba, esos episodios eran menos frecuentes y eso le rompía el alma. Caminaron juntos por la casa silenciosa hasta el comedor. Ella se sentó con los brazos cruzados, mirando siempre hacia el vacío y sin decir una palabra. Él, mientras sonreía con amargura, buscó las botellas de pastillas y medicamentos en la cómoda más cercana y fue a la cocina a buscarle un vaso de agua.
Intentó darle una de las pastillas blancas, pero ella quitó el rostro, con una mueca de desagrado. "Por favor, no te pongas así. Tienes que tomar tu medicina" dijo él suavemente. Se miraron por un rato y ella aceptó. Le quitó las pastillas de la mano y las tragó con agua, terminándose el vaso de un tiro.  
Él la llevó hasta su habitación y la dejó con uno de sus libros favoritos, después de arreglarle las cortinas para que entrara algo de luz. Le dio una última mirada a ella, a la habitación y al piano que había arrimado contra la pared. Poco después, se encontró hablando con el doctor de cabecera por teléfono. La voz del doctor era cálida y despreocupada y eso era absurdo. Había pasado casi veinte minutos explicándole a aquel dulce anciano que ella cada día estaba peor, ya no mostraba la mínima emoción, se levantaba por las madrugadas a gritos y tenía episodios en donde perdía el control y comenzaba a llorar y romper todo lo que la rodeaba. Ya no podía más con eso, lo mataba ver como las medicinas no funcionaban y su estado mental se iba volviendo un papel blanco. "¿No hay nada que pueda hacer, doctor?" Y el anciano le replicó que no, no que no había una solución.
Entonces él supo que tendría que abandonar la medicina. Sacó una caja escondida en la biblioteca y se quedó unos minutos pensando en lo que iba a hacer. Se lavó el rostro y las manos y se colocó unos guantes blancos. La buscó en su habitación y le dijo que todo iba a estar bien. Regresó con un extraño maletín y sacó algodones, catéteres, jeringas y frascos de líquidos. Ella lo miró con los ojos brillando, pero no de miedo, si no de incertidumbre. Él le dedicó una sonrisa y le dijo que todo iba a estar bien. Hizo el procedimiento, como si fuera a sacarle una muestra de sangre y luego hizo lo mismo con él, conectado los cables de sus venas. La transfusión iba pronto a funcionar.
Casi ocho horas después, ella despertó sin cables ni dolor y lo vio sentado, mirándola fijamente. Le sonrió y le dijo si se encontraba bien. Al no hallar respuesta, corrió a abrazarlo y a decirle que haría un té. Él se dio cuenta que desde que era pequeña, jamás había tenido una reacción igual. La vio vivir por primera vez después de tantos años.
Quiso alegrarse por ella, pero se dio cuenta que ya no podía sentir nada. 

1 comentario:

Reinhardt Langerhans dijo...

Se escucha brutalmente doloroso.

Espero con ansias ese cortometraje, Réquiem.

Saludos nocturnos con lluvia.