Te levantas estirando los brazos y te sacas adorablemente la modorra de encima. Son las nueve de la mañana, no hay nadie en casa porque todos se han ido de viaje y a los que quedaron en aquella casa, no les importa mucho lo que suceda. Lima está gris esa mañana de domingo, no hay desayuno, pero sí un paquete de mantequilla con sal en la refrigeradora, café en polvo, agua fría y pan de ayer. Te chocas con una cadera mientras bajas de la cama y te ríes, porque parece que no se ha dado cuenta que ya estás despierta, que ya estás lista para un día nuevo lleno de curiosidades. Te rascas la cabeza, buscas las pantuflas con los pies desnudos pero no encuentras nada, de repente te das cuenta que hace frío y eso es porque estás desnuda de los pies a la cabeza.
Pero qué importa, si las ventanas están cerradas, si no hay vecinos en aquel apartamento y la desnudes es, así como los chicles debajo de las carpetas, algo usual. Él también está desnudo pero poco a poco se va levantando, te mira, te sonríe muy cansado y te busca con las manos, balbuceando un buenos días opacado por una ridícula sensación de adormecimiento, como quien ha dormido por años, como quien piensa muy lento.
Lo besas y caminas, así como papá Dios te trajo al mundo por la habitación, haces un lado las prendas tiradas por el piso, escondes las ya encontradas pantuflas de un patadón debajo de la mesita del pasadizo y vas a calentar el agua.
Te dará una neumonía uno de estos días, lo sabes, pero no te importa. Más pudoroso, él se levanta , se pone su bata, va a buscarte, te besa el cuello, lo haces a un lado, botas la tetera con el agua y así es, te sientas en la mesa de la cocina y lo sientes muy cerca, te jala el pelo y te pregunta si te gusta ¿Te gusta? ¿Te encanta? ¿No quieres más? Y parece que escucharas la música de fondo que tienen los ascensores que van al cielo, porque te encanta y no puedes decirlo. Te ahogas mucho en un placer conocido, espléndido, en el saber que no hay nadie en casa y tu piel siente el frío de la mesa, el fuego de sus extremidades y el ruido leve del agua esparciéndose por el piso de granito, fluidos, líquidos, saliva, una Lima fría que amenaza con matarlos a todos de un resfriado mortífero.
Le pides que se detenga, te bajas, buscas algo más que hacer y así desayunan pan con mantequilla y café, sin muchas palabras, se cuentan qué hicieron durante la semana, odio al profesor de biología, es una zorra, y yo detesto todo, solo quiero tocarte un poco más y así quizás todo se enteren que te amo ¿Me amas? Como nada en este mundo. Y te ríes, como si fuera una broma, pero no de él, te ríes de la gente que no tiene a nadie, de los que somos miserables en el amor y de los que aún nos duelen los adioses, tienes algo muy asegurado frente tuyo, tienes un carrusel de placeres, líquidos, vueltas interminables que jamás acabarán en bonitos.
Tenías dieciséis años en ese entonces, Canaria.
Y ese año, todos hablábamos de ti.
No hay comentarios:
Publicar un comentario