Atrás quedaron las tardes felices en el bar de la calle 24. Cogíamos los abrigos y arrastrando hojas y fotocopias del Manifiesto Comunista entremezcladas con estrofas de Vallejo, tomábamos el autobús destartalado y colorido de siempre. Hacíamos un escándalo adentro, nos balancéabamos entre los rostros desconocidos y la risa lejana del chofer que en algún momento vio en nosotros el recuerdo de los hijos que nunca tuvo. Para nosotros todo tenía vida, todo tenía una historia entrañable con un nudo, un desenlace, como en nuestras clases de Literatura hacía mucho tiempo. Caminábamos bajo el cielo purpúreo en escupitajos escarlatas, Azul me cogía del brazo y decía "No estés triste, pronto anochecerá". Y caminábamos todos riendo a escándalos y hasta las lágrimas, contando viejas historias de fotografías en Polaroid y pasos que dejaron un eco increíble, casi tierno en nuestra memoria.
Entrar por las puertas del bar de la calle 24 y que nos saludaran, que nos sonrieran y los mozos se abrieran el paso como dándonos la bienvenida a casa. Atrás quedaron las noches felices en aquellas mesas de madera maltrecha, rodeados de viejos y de hombres mayores que reían aunque estuvieran tristes.
Todos teníamos algo en común en aquel bar, todos estábamos hechos un naufragio triste y sin posibilidad de ser encontrado, ni siquiera en las astillas. Hechos pedazos, tomábamos vino, lo que con Azul llamábamos sangre de unicornio, y brindábamos por la revolución.
Alguien se ponía a componer versos entre el adormecimiento y las copas chocándose unas con otras. Aplaudíamos conmovidos, Trece decía que la poesía era su vida y su muerte, que si algún día moriría sería por los versos. Quizá los versos atraviesen mi piel como espinas, decía, y me muera desangrado, de amor, de tristeza, pero sobre todas las cosas, morirme de poesía. Brindábamos en silencio, citábamos al viejo Marx y un poco de revolución y más sangre de unicornios. Azul se ponía de pie, tan apasionada, nos alentaba a levantarnos en armas contra el gobierno y su sonrisa era bella bajo la luz amarilla. Pedíamos otra botella y de nuevo el silencio, los viejos días, los viejos, muy viejos atardeceres en nuestra mesa de siempre.
Nadie mencionaba lo tristes que estábamos porque sabíamos que en algún momento todo quedaría atrás. Ya no habría más manifiestos, tampoco llamados a la revolución intelectual ni mucho menos bailar alegremente algún tango de Gardel con un cigarro en la mano, haciendo círculos alegres en la puerta el bar.
Atrás quedaron los días felices en el bar de la calle 24 y me llenan de nostalgias, de pensamientos que se arrastran por la alegría que nos dejaron aquellos viajes tan cortos a ningún lugar.
A veces Azul se apoya en mi hombro y en esos segundos de tranquilidad, puedo sentir que ella y todos nosotros, tenemos miedo que en aquellos días felices, una parte de nosotros se haya quedado para siempre.
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