Por lo menos me estaban pagando. Eso era lo único que me hacía recobrar la cordura, después de cuatro ensayos de pesadilla. Y me estaban pagando a manera razonable, supongo, suponía. Veía a aquellos jóvenes talentosos del colegio cristiano sentarse en el escenario, con risas escandalosas y llevándose todo a la broma, quizás eso hacía la mayoría... "¿Funcionará?" me preguntaba mientras marcaba pasos y tonalidades "¿Lograrás que ésto funcione de verdad?" Encontré un positivismo en todos, en fin, era gente joven, actuaban tan tranquilos y al mismo tiempo emocionados, ansiosos, con sus malas palabras que yo fingía ignorar. Y entre aquellos púberes locos estaba Ana. Probablemente nunca me la vuelva a encontrar, hasta el próximo año, si es que decido regresar, si es que ella decide involucrarse en los escenarios. Otra chica, bajita, sin ninguna coquetería especial, al lado de sus amigas, parecía un árbol otoñal junto a tanto cerezo en flor. Ana tenía algo, siempre lo tuvo, era extraña desde el día mismo que comenzamos los ensayos. ¿Sería la tragedia que arrastraba, detrás de su uniforme sin recortar?
Ella no hablaba, más parecía un constante canto carente de dulzura, la voz de una capitana o quizás de una líder fuerte y sin sesos, Ana hablaba en humor negro y en un sarcasmo que llegaba a ser cruel.
Me sorprendía, me sorprende, que todos carcajearan al escuchar.
Nunca me expliqué porqué me molestaba de manera tan peculiar su presencia. Es decir, no era incómodo, pero si muy extraño, enigmático
. Su mirada era difícil de llevar, de eso me di cuenta las pocas veces que ella miraba a alguien a los ojos. Tenía las iris oscuras, carecía de ese brillo de la juventud, el que les gusta a los viejos, el de las películas, caminaba con los hombros caídos, siempre seria y su sonrisa era sinceramente terrible. ¿Alguna vez a Ana abrir la boca para sonreír? No, eso nunca ocurrió. Una de esas tardes me dijo que simplemente no lo hacía nunca, ni en las fotos. Bueno, Ana, si así lo deseas, si así lo piensas...
La noche final, la despedida de todos, se respiraba tensión. Yo los maquillaba, los admiraba, mezclándome en su estrés y ansiedad, pues todo terminaba dentro de unas horas. Me tocó maquillar a Ana-Tragedia y comenzó a quejarse de aerosol, de las pinturas y de mis crueles experimentos colorinches que ejecutaba sobre su rostro. Se quejaba, Anita, entre polvos y lápices, pregunté entonces qué había pasado en su corta vida, a sus diminutos dieciséis para que pudiera actuar tan trágica y comportarse tan hostil cuando algo la molestaba. "Me quedaría acá toda la noche si le contara" respondió cerrando los ojos, con su voz de cantos fúnebres.
Ana era consciente desde los siete de lo que era la tristeza. Cosa peculiar, casi nula, casi llegando al límite de lo enfermo y lo trastornado. Sospeché entonces que era cierto, sus amigos giraron a decir que siempre fue igual, aquella chiquilla no me estaba jugando, de verdad era Ana-Tragedia, siempre, por siempre.
Por lo menos me pagaron. Ese fue el último pensamiento absurdo que salió de mi mientras cruzaba la calle iluminada por colores semafóricos. Hacía frío, no iba a regresar a ese colegio cristiano por mucho tiempo, iba a extrañar a todo mi elenco, a pesar de todo.
¿Lograría extrañar la pena de Ana, la manera tan apasionada con la que tocaba el piano por las tardes, con ese amor que nunca demostraba abiertamente hacia los demás? Cuando la vi consolar a una chica a quien ella le había perdido toda clase de esperanza, pensé que los árboles que se pelan en otoño, siempre seguirán siendo árboles.
Ana-Tragedia la del colegio cristiano, la que leía en vez de reír, la que me detestaba mientras la maquillaba y respondía con rudas grocerías a los amigos que de todos modos quería, la que al final...
¡Taxi, taxi! ¿Cuánto me cobra hasta...?
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