Y la dama de vestido negro que había esperado por su amado durante mucho tiempo suspiró mirando la ciudad. Supo que era tiempo de partir y sin más preámbulos se despojó del vestido, que cayó al suelo junto con las memorias de un hombre que ella amó mucho.
Conoció gente interesante, tomó Brandy y vino
francés, fue a los cines y teatros, sintiéndose viva después de mucho tiempo. A pesar todo, el vacío que solía sentir no desaparecía, pese a todo.
No, no se iba.
Se dedicó a olvidar más a aquel ser que nunca llegó a su puerta, conoció a intelectuales, a escritores y pintores que vivían en su más profundo arte.
Fingió que amaba, se volvió en una dama de compañía que no vendía su cuerpo, solo se sentaba a escuchar, a abrazar y dar palabras de aliento, haciendo que todos se enamoraran de ella.
Pero jamás lograron que ella sintiera lo mismo.
La dama de negro enamoró a todos los hombres de la ciudad, los educados y vulgares, los altos y los bajos, los millonarios y los pobres.
Llegaron las propuestas de matrimonio, de viajar por el mundo, tener muchos hijos y una vida segura llena de comodidades... pero nadie sabía que la mujer no encontraría la felicidad en eso.
Y siempre nos ocurre.
Siempre me ocurre.
La dama de negro murió después de muchos años de recibir flores todos los días, elogios y bomboneras. Murió sabiendo que muchos la extrañarían.
Quizás todos los hombres de la ciudad...
Menos el que le había ocasionado la muerte.
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