Y aquí me encuentro ahora. Sin ganas de hablar, anestesiada, abandonada y profundamente triste. Fui al consultorio del doctor por la tarde, sin la menor idea de lo que vendría después.
Anestesia por todos lados, Damien Rice en los audífonos y el enorme foco de luz encima de mi, impidiendo ver lo que me hacían.
Un crujido, una punzada. Y eso fue todo.
Presionaba la mano de la enfermera de la cual el doctor se quejaba y yo trataba de no llorar de la forma que siempre lloro cuando voy al dentista.
Lo siguiente fue solo la presión y la sangre en los guantes del doctor que pude ver cuando levantó las manos por una fracción de segundo.
Lo siguiente fue solo la presión y la sangre en los guantes del doctor que pude ver cuando levantó las manos por una fracción de segundo.
Las horas pasaron rápidamente, escuchando las mismas palabras una y otra vez.
Bisturí. Gasa. Anestesia. Terminamos.
Salí con una bolsa de hielo apoyada en la boca y una señora me expresó toda sus condolencias por mi dolor en la sala de espera, donde me esperaba nadie, porque mi mamá no estaba ahí.
Pensaba responder en letras mudas, pero intenté hablar con toda la sensación de dolor en mi boca, el sabor amargo de un extraño cemento y a los de Law&Order hablando en la televisión.
Jamás pensé encontrarme en un lugar así. Sola, en una sala de esperas con libros y revistas viejas, sin nadie conocido cerca, recibiendo la pena de desconocidos a quienes de verdad no importo.
Luego llegó mamá. Mi hermana nos dejó en casa pero el hecho de estar aquí no es suficiente para sentirse mejor.
Gracias al Dr. Elías porque JAMÁS me ha hecho pasar un infierno en su silla que se reclina demasiado, porque me ha hecho confiar en el demasiado y es prácticamente un amigo.
Es un viernes 28 de Agosto.
Viernes de carreteras congestionadas.
Viernes de guantes con sangre.
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