Cuando era pequeña, solía peinarlo toda la tarde. Es raro que me acuerde del señor Jorge y de su triste muerte cuando ya han pasado tantos años. Comienzo a sentir el remordimiento de nunca haber ido a su entierro, de haber visitado su tumba un par de veces en todos estos años y del hecho que jamás me senté en su lecho de enfermo a tomarle de la mano y acompañarlo por un rato. Qué injusto es que todos se hayan ido cuando yo era pequeña, lo suficientemente pequeña como para ser indiferente a la muerte y no llorar por ningún fallecido.
Hace un tiempo fui a la casa de la viuda del señor Jorge y comencé a ver lo que fue su pequeña biblioteca. Siempre le quitan el polvo, pero nadie lee libros en aquella casa. Moví los diccionarios y las novelas y encontré El Silencio de los Inocentes, se lo pedí prestado a su esposa y terminé llevándolo a todos lados por unas tres semanas.
Hay algo mágico y extraño en tener algo que le perteneció alguna vez a un muerto.
Cuando era pequeña, iba a visitarlo y le llevaba pasteles de chocolate rellenos con licor, le contaba historias que lo mataban de aburrimiento pero él siempre asentía y trataba de ocultar la manera lenta en cómo se quedaba dormido. Entonces mientras su esposa hablaba con mi madre, yo buscaba su peine de cuerno de vaca en el cajón de su mesa de noche. "¿Hacia qué lado quiere la raya, señor Jorge?" y él a veces nunca respondía. Me la pasaba peinando sus cabellos lacios y blancos mientras le contaba de mis aventuras ridículas de colegio y él asentía. En todas las paredes de la casa habían cuadros con fotografías suyas dándole la mano a personajes que fueron famosos en su tiempo. El señor Jorge fue un gran periodista y una vez estuvo en la cárcel en tiempos de dictadura por escribir lo que de verdad pensaba. Nunca escuché esos relatos salir de él porque yo era pequeña y nadie en esos momentos le hablaba a los niños de guerras, de cárceles y de muerte.
Pasó un tiempo y el señor Jorge tuvo un derrame cerebral. Pasó sus últimos días en cama, entre el caos de su vida familiar dividida por codicias y secretos y el amor infinito que le tuvo su esposa quien estuvo a su lado hasta el fin.
Murió una madrugada lejos de su hogar y dejó la casa vacía y sin vida. Nadie, además de mi, volvió a coger sus novelas de espías y sus tomos gruesos y apolillados. A veces me pongo a pensar quién lo peinó antes de meterlo al ataúd negro que nunca llegué a observar.
Es extraño recordar a mis muertos después de tantos años de su partida.
Es como si nunca se hubieran ido y siempre en la silla de madera, el señor Jorge estuviera esperando que me acerque a peinarlo por última vez.
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