Cuando los niños del barrio corrían calle abajo
en sus bicicletas de colores y la llamaban a gritos accidente, ella solo miraba su cuerpo lleno de cicatrices. Sentada
en la bañera, recordaba lo mucho que tuvo que correr aquella mañana para llegar
a casa. Como cosas raras, su cuerpo desnudo y lleno de marcas se distorsionaba
bajo el agua que poco a poco adoptaba un color rojo agrio, desagradable, pero
era lo único que le quedaba.
Levantó las rodillas que salieron a la superficie como colinas
accidentadas. Recorrió con los ojos la cantidad innumerable de tajos y manchas
blancas de piel muerta que adornaban sus piernas como un mapa. Siguió los
caminos largos y desordenados que eran sus cicatrices hasta que se perdió en el
agua roja y ella no se atrevió a ver más allá por miedo a perderse.
Un ardor rápido como mordedura de serpiente le recordó el tajo largo,
profundo y fresco como una pintura que le partía la pantorrilla derecha en dos.
Devolvió sus piernas a la profundidad
del agua roja y suspiró.
El silencio denso y desagradable de los baños solo podía ser comparado
con la música muda que tienen las pesadillas.
Una mujer alta de caderas anchas que se ocultaban bajo un vestido
floreado y sobrio interrumpió su recorrido por los caminos e hizo añicos el
silencio del baño con un grito de horror.
Como una muñeca partida, sintió que la sacaban de un tirón de la bañera y
la llevaban desnuda hasta la puerta en donde tres mujeres de blanco la
cubrieron con una toalla que pronto también se volvería roja, tan roja como la
cicatriz recién nacida en su pantorrilla.
-¿Qué es un accidente?
-¿De dónde sacaste esa
palabra?
-Me dijeron que soy uno.
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