lunes, 7 de mayo de 2012

Agua

Esta noche se estrenó Drácula en el teatro de la calle número catorce, al lado de los cafetines de luces de neón que nunca cierran, cerca al parque poblado de gatos. En el afiche color rojo oscuro, colgado en todos los rincones de la ciudad, vi los nombres de mis actores favoritos y de actrices de nombres desconocidos, adornos de ramas siniestras y el título fúnebre y fantasmagórico: Drácula, de Bram Stoker.
Mientras yo tomaba un té y miraba la lluvia chocarse con el vidrio de la ventana, tan concentrada en unir gotas como ideas, alguna delgada y pelirroja Mina Parker se desvanecía en los brazos de un conde hambriento. La lujuria tensa que se transmiten los personajes de una obra en el tablado es única, rara y daría todo por vivirla de nuevo, aunque sea unos segundos de monólogo o diálogo denso, como en los viejos tiempos con los viejos amigos en los viejos escenarios. 
 Mientras escuchaba la lluvia chocar contra la ventana, como impidiendo que me durmiera en mi tristeza, una vieja amiga afinaba su violín antes de tocar una danza eslava de Dvorak, mandándole un guiño travieso a su amigo del cello, debajo de las luces amarillas del gran auditorio de estilo Versalles, lleno de personas reales y de gente sin gracia. Esta noche se estrenó Drácula en el teatro de la calle número catorce y mi amiga de la adolescencia tocaría en el concierto sobre las obras de Dvorak hasta muy tarde. Mis actores favoritos desaparecían bajo los aplausos, se darían rosas a la feroz y pelirroja Mina Parker y mi amiga tomaría un taxi, aferrándose al estuche del violín y pensando, mientras la lluvia la empapa de pies a cabeza, por qué no he asistido. 
Pero a mí me habría encantado aplaudir al conde y a Mina Parker, darle un abrazo a la violinista después del concierto y dar un brindis, orgullosas por la música y la maldita complejidad de Dvorak en un restaurante, acercándose la medianoche y con la lluvia, siempre la lluvia, chocándose contra los vidrios. 
Le he fallado a mis actores favoritos, a mi amiga que duerme plácida con el violín a los pies de la cama y a la gente carente de gracia que iría a saludarme, a preguntarme qué tal fue el concierto, qué errores encontré en Mina Parker, si sería posible que Dvorak se sintiera a gusto con aquella interpretación si el genio pudiera revivir de entre los muertos y sentarse a mi lado, en la butaca roja del auditorio. 
Pero esta noche no he visto a Drácula ni he escuchado cellos ni violines. La he pasado triste, profundamente triste, viendo la lluvia chocar contra los vidrios. Veo a la gente caminar en la calle, nadie usa paraguas y nadie se protege del frío. Es porque en realidad no está lloviendo allá afuera. 
Pero en mí, el frío del agua, me cala hasta el alma enferma. 

No hay comentarios: