Abril se fue dejando una estela de pseudo-ilusiones, días de tristeza absoluta, inicios y finales. Mayo ni sonríe ni hace gestos ofensivos, simplemente se mantiene neutral y eso es porque acaba de comenzar con un día feriado lleno de tiendas cerradas, debates con una querida amiga sobre la religión y ganas de ir mañana a mi clase de sociología a pensar un poco y leer en mi banca de siempre.
Se vienen los parciales con una velocidad que debería de intimidarme, pero con el paso de las horas no hago otra cosa que tomármelos de la manera más tranquila posible. Un amigo me dijo esta mañana que me concentrara en hacer a los profesores desear la muerte cuando tuvieran que ponerme una buena nota; basemos lo que me dijo mi amigo en el estereotipo que a todos los profesores les encanta jalar.
Durante los últimos días he estado pensando mucho en monsieur Abraham, el primer profesor de francés que tuve y en el realidad, el mejor que he tenido alguna vez. Durante los últimos días -que ya han quedado en el triste y reprimido abril- he sentido que quizá él sea una de las pocas personas que me pueda ayudar a aclarar mis pensamientos. Tengo mis emociones como lagos profundos, negros, densos y sin cisnes. Me hace mucha falta dialogar con las personas, tomarme unas copas y divagar sobre las cosas, aclarar si lo que siento es tranquilidad o solo una negación de mi infelicidad.
Sí, como se dice coloquialmente, estoy hasta las huevas, pero no es ninguna novedad.
Lo que me hace falta, además de dulce vino, fuerte vodka y quemazones en la garganta y la entraña, son unas buenas horas de leer, sentarme en la vereda de una calle anónima a mirar las luces y reírme, reírme hasta sanar el alma y sentirme mejor.
Me rehúso a buscar la medicación que nunca me llegaron a recetar, por más que Salvatierra me insista en darnos un cóctel de alcohol con antidepresivos para sentirnos mejor.
Tocar el violín, respirar e intentar no matar a las personas que me causan problemas.
Sonreír.
Ahí está la engañosa clave.
Olvídenlo,
Req.
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