miércoles, 23 de mayo de 2012

Anabel

Cuando tocaron la puerta a golpes desesperados el domingo a las cuatro de la tarde, Anabel dejó las cebollas a medio picar y salió con los ojos llorosos sabiendo lo que se venía. Se cogió el rosario que colgaba de su cuello y les dio las buenas tardes al par de policías que cargaban a un hombre desaliñado que miraba hacia el vacío con los ojos brillosos y una expresión profunda de entusiasmo.
Anabel les pidió que lo dejaran en el sofá de la sala que se mantenía partido por la luz que entraba por la ventana desde que lo cambió de lugar. El par de policías que ya estaban familiarizados con aquella simpática casa blanca de cornisas rojas, acomodaron entre los cojines al hombre que hipaba de emoción y rechazaron educadamente el jugo de frutas que la mujer les ofreció. Ella los acompañó hasta la puerta y antes de despedirse, el policía negro y fornido se atrevió a comentar. 
              -Debería de conseguirle un doctor, señora- dijo, negando con la cabeza –El don ya está muy grave. Anabel sonrió con su característico rasgo de tristeza y se encogió los hombros. 
           -No está loco, joven- replicó –Su problema es que todavía tiene sueños.
Hizo una mueca de desacuerdo y comentó vagamente que lo habían encontrado de nuevo en el parque, intentando treparse a un frondoso árbol lleno de pájaros y de insectos extraños. Hizo un escándalo de mil demonios al momento que lo bajaron de un tirón, pero se tranquilizó cuando le dijeron que lo llevarían a casa. 
           -¿De verdad no quiere internarlo en algún lado, señora?
           -A las aves y a los soñadores nadie debería encerrarlos. 
El otro policía se rascó la nuca y a manera de despedida le dijo:
           -Qué paciencia tiene usted, señora. Qué paciencia.
Anabel cerró la puerta después de dar las buenas tardes de nuevo y se sentó frente al hombre que seguía hipando emocionado entre los cojines. Tenía el cabello largo y desgarbado, las uñas le habían crecido con bastante rapidez y las tenía repletas de mugre y astillas. Pasó así varios minutos, escuchando las voces lejanas de la radio desde la cocina y su hipo compulsivo. Él estaba concentrado en la nada. Miraba sonriendo hacia el vacío y el hipo parecía interrumpir de golpe la cadena de sus pensamientos. Tenía las manos juntas sobre el regazo y movía nerviosamente la pierna derecha. Anabel se fijó que sus zapatos estaban cayéndose a pedazos y su pantalón tenía un agujero largo como un rasguño profundo que dejaba ver su piel desnuda y cubierta de pelos. Abandonó las cebollas en la cocina, se lavó las manos y trajo unas tijeras plateadas que había comprado hacía mucho tiempo en el mercado. Se paró detrás del hombre y con cuidado y comenzó a cortarle el cabello negro, dejando caer docenas de mechones oscuros, enredados y toscos. De repente él suspiró y sin girarse del todo, buscó la mano de su mujer en el vacío hasta que ella se dejó encontrar. Llevó aquella mano tosca y pequeña hasta sus labios y la besó en el reverso de la palma.
           -Anabel- dijo con una amarga sonrisa  –No hay nombre tan triste como Anabel.

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