sábado, 16 de julio de 2011

Preludio

Fue a sentarse al lado de Francois al borde del escenario. El maestro se había ido a tomar un café, toda la noche se quedó corrigiendo las partituras de los cornos y ahora  tenía unas ojeras de panda que lucían graciosas con su cabello gris, largo y desbaratado, como un padre lechuza con una batuta. 
Ella y Francois eran uno de los pocos violinistas que no se aislaban en las pausas. El resto, presuntuoso y entre risas elegantes, se iba detrás del escenario a afinar, compartir partituras y fumar un poco.
-¿Por qué los violinistas somos buenos amantes? 
Francois la miró extrañado y se encogió los hombros. 
-No lo sé ¿Por qué?
-Porque sabemos más de una posición. 
Francois rió con ganas, sobrio, sin hacer escándalos, se le formaron hoyuelos en los cachetes delgados y ella sonrió. Unos chicos que tocaban el cello se carcajearon como hienas mientras cruzaban el pasadizo de al lado y la clarinetista más pequeña pasó corriendo a la vez.
-¿Antoinette?
-Dime.
-¿En el compás cuarenta hay un sol sostenido?
-No. Es natural. 

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