Hace más de diez años, recuerdo que Lilian corría graciosamente entre los pasadizos del hotel, con sus uñas del pie pintadas de distintos colores, con sandalias que olían a fruta y un traje de baño blanco, espléndido y que resaltaba sus juveniles formas, haciéndola ver unos años mayor.
Pero claro, a los 17 años, todas las adolescentes como Lilian son codiciables y en su mayoría, simplemente utópicas, quiméricas, como una fantasía hecha realidad. Yo lo sabía porque caminaba, con mis mangas largas, mis sandalias negras y mi poca actitud despampanante y veía a los viejos bajarse las gafas negras en la piscina cuando la veían cruzar, a los muchachos codearse y relamerse como animales y a algunas señoras, negar lentamente con la cabeza, como quien se lamenta por el futuro de aquella pobre criatura desinhibida ¿Dónde estaría su madre? En esos momentos, en algún espacio llamado cielo gracias a un conductor ebrio y a una noche de lluvia.

Y cuando iniciaron las clases, se le fue la luz, el uniforme, siempre bien puesto y seductor, solo la hacía ver más decadente. En la escuela Lilian no era más que un símbolo, una imagen, un sustantivo que iba al lado de adjetivos como zorra, perra, golfa, prostituta. Regresaba llorando por las tardes y yo la acogía, le secaba sus lagrimones calientes, pobre criatura, no tienes la culpa, la vida te hizo así, un padre abusador, una madre muerta, solo me tienes a mi y a Dios, en quien lamentablemente no crees.
Han pasado, como ya dije, más de diez años desde esos años de secundaria. Lilian se viste de negro y de gris, de blanco y de crema, taconea por el tribunal y todas las miradas se voltean, la barren y se relamen, así como hace años.
Pero ya nadie juega con ella.
Me sonrío y todavía la observo. Lilian ha cambiado tanto, ya nadie la hace llorar, ya nada la conmueve.
Ha dejado de ser una niña.
Se parece mucho a su madre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario