"En el colegio, se decía que el Club de los Corazones Rotos no era más que ese grupo silencioso de chiquillos que se vestían de negro y andaban como una bandada de murciélagos a todos lados. Todos los observaban desde lejos y solo los locos y los borrachos se atreverían a hacerle frente a algún miembro. Las mujeres con sus botas de cuero y sus brazaletes de púas caminaban a zancadas por los pasadizos del colegio riéndose, abriendo sus labios rojos como la sangre de una rosa, encarnando la violencia y la fragilidad misma. Los hombres con sus rostros serios y risas profundas, manos grandes, anillos extraños y camisetas de grupos desconocidos y letras violentas. El Club de los Corazones Rotos. Si atacabas a uno, el resto se te venía encima. Más allá de aparentar ser la procesión de niños góticos en plena catástrofe de adolescencia, eran personas bastante amigables o por lo menos eso es lo que yo digo porque me aceptaron al verme desamparada, desprotegida y sola.

Recuerdo casi con cariño las noches de ron fuerte en las escaleras del edificio abandonado, los sábados de cerveza y discos de heavy metal, la comida chatarra y los paseos en el antiguo Mustang rojo, gritando por la ventana aclamaciones a la libertad y muerte al amor contemporáneo. No éramos adolescentes sin alguien a quien amar; nos teníamos los unos a los otros.
Más de cinco años después de mis buenos años de colegio, el Club de los Corazones Rotos se ha disuelto pero los pedazos que quedamos nos llamamos uno a otros como metales cargados de magnetismo.
Ya no estamos solos y no podemos decir que todavía odiamos al mundo y al 14 de Febrero. Hemos crecido.
Pero hemos madurado lo suficiente como para seguir creyendo que lo diga el resto de nosotros, no vale ni un carajo".
B.
1 comentario:
¿Sabes...? A mi pueblo le vendría bien un club de los corazones rotos, Réquiem. Bienaventurada usted que fue acogida en ese seno metalúrgico en su momento.
Saludos. He vuelto.
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