No te tengo miedo. No le temo ni a tu recuerdo ni mucho menos a tu olvido porque olvidar es una leyenda para corazones rotos. No le tengo miedo ni a tu mirada de cielo nocturno, ni a tus manos de dedos largos ni a tus pómulos firmes ni a tus orejas heladas, tampoco a tu decoloración de piel por el frío, mucho menos a tu boca de éxtasis primoroso.
Existe, en esa marca impecable de tu blanca ausencia entre mis pasadizos, un ronroneo terso de lo que palpitaba antes, debajo de la tela blanca de una camisa favorita, como la luz perfecta, almidonada, de los días tranquilos.
Más o menos como las horas que se mecían entre las nubes de un atardecer de autobús. Algo así te recuerdo pero no te tengo miedo, ni al dolor que renacería desde la cicatriz de un beso ni al placer de tu tibia piel como sueño acaramelado
Pero como un sobresalto te siento todo el tiempo, cuando aparece el llamado ligero de tu voz casi olvidada, como el susurro del mar cuando está adormilado, como el sueño de los sueños cuando van a desaparecer. Me creerías si te digo que te diría que si por el pasar de los siglos, hasta que el polvo lunar del olvido haya desaparecido y recuerde noche a noche tu sombra tibia como la mejor de las ilusiones, algo como las luces rápidas que son cataratas de felicidad momentánea. Oh, cómo decir que te amo si no te amo y cómo escuchar que me amas si no me amas. Si el amor está tan muerto entre los dos ¿Por qué florece el paraíso?
Dormirme en tus omóplatos y derramarme entre los falanges, ni dolor ni pasión escondida ni secretos telefónicos, solamente la paz increíble que me traía tu presencia. Algo como la demencia, de la profunda, como el cuerpo que golpea el profundo del mar, algo así cuando tus brazos me jalaban hasta la aurora de los mejores placeres.
No te amo.
Yo no sé qué es amar.
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