Amelia miraba la pared amarilla de la sala con la misma concentración con la que se mira una pintura. Paseaba su mirada oscura y penetrante, la mirada de alguien que ha vivido demasiado, por las grietas pequeñas y el polvillo de los años que se había quedado pegado a la pared. No prestaba atención a las imitaciones baratas de Da Vinci que colgaban a su costado, tampoco a los floreros que adornaban el alféizar de la ventana ni mucho menos al hombre de dedos largos y uñas limpias que miraba su nuca desde el otro lado de la habitación, pensando en aquellos rizos rubios que nacían de una piel casi transparente. Amelia se teñía el pelo de negro azabache todos los meses, encerrándose en el baño mientras escuchaba a The Beatles y cantaba en voz baja la única estrofa que sabía de Hey Jude.
Aquel hombre que dormía a su lado y guardaba una colección innumerable de libros en una habitación hecha un laberinto de tomos, novelas, poemarios y caballetes de pintura, había dejado de preguntarse qué hacer. Amelia dormía bajo las sábanas, encogida como protegiéndose de un frío que no existía, guardando un rosario de cuentas color púrpura entre las manos. Nunca rezaba antes de dormir, pero las veces que él había llegado tarde, pudo escuchar las últimas frases en donde Amelia pedía por su salud, su bienestar y daba las buenas noches a la nada que la acompañaba. No le gustaba que la oyeran rezar, se encogía como un gato en invierno y con su rosario, se entregaba al mundo de los sueños. Él buscaba sus manos en la mitad de la noche, quizá sus senos pequeños con pezones fríos como botones de hielo tierno y Amelia dejaba que la acariciaran, se abandonaba a aquellas manos grandes y suspiraba, tranquila. "Te vas a ir al infierno por lujurioso" decía a la mitad de la madrugada cuando la habitación se llenaba con el aroma que tienen los amantes antes de pasear entre las almohadas.
Amelia miraba la pared amarilla con una concentración familiar y sin embargo inexplicable. Después de más de cinco años, él todavía no lo comprendía del todo y al inició, odio todos aquellos elementos. El rosario que le colgaba del cuello de almendras, la cruz de plata que se refugiaba entre sus pechos blancos y la supuesta entidad a la cual Amelia hablaba constantemente, como quien habla con un amigo de toda la vida.
Esa mañana se acercó a ella y dejándole un beso en esa nuca de piel tierna y nívea, le preguntó por primera vez qué estaba observando. Ella lo miró, sonrió mostrando los hoyuelos que se formaban en sus mejillas.
"Todo lo que tú no puedes. Si vieras lo mismo que yo, te habrías sentado a mi lado hace mucho tiempo a acompañarme".
Años después de aquella mañana, él murió sin ver nada más que una pared de color amarillo, llena de de grietas, de polvo y que mantuvo a Amelia sentada por horas, por la eternidad, sonriendo en silencio.
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