
Fue entonces que cogí de la mano a Ángela.
Tenía diecisiete años, tez blanca y ojos chinitos, una sonrisa siempre presente. Usaba una blusa color rojo-navidad Su mano estaba entre lo tibio y lo frío, sudorosa, como la mano de una niña. Subimos las escaleras en silencio, no supe por donde comenzar, me sentí entonces nerviosa ¿Por donde comenzar? Llegamos al auditorio, la ayudé a sentarse y por un momento, levanté la cabeza a tomar aire, a organizar mis ideas. Nos vi a todos, adolescentes inexpertos, frente a aquel grupo de querubines que reían y miraban todo, extasiados.
-¿Cómo te llamas?
-Ángela- me respondió, mirándose las manitas.
Sin que entonces se diera cuenta, disimulando lo mejor que pude, me saltaron lágrimas en los ojos. Me encontraba entonces ahí, muerta de ternura, ahogándome de amor por aquella niña a quien yo llevaba a penas una cabeza. Le ayudé a tomar la chocolatada y después de haber terminado de comer (incluyendo el pedazo de Yudith, una niña de al lado, le regaló) la cogí de la mano y la paseé por todo el gimnasio, lleno de mis compañeros y de olor a puro chocolate. Fuimos hasta el árbol de navidad lleno de luces azules parpadeantes.
-¿Te gusta el azul, Ángela?
-Sí.
-Tenemos muchos árboles en el colegio... pero éste es
especial porque es azul ¿Sabías que también hay pájaros azules?
-No.
-Pues existen... y te dan... mucha felicidad.
Nos tomaron una fotografía con la directora del colegio y otro niño que
conocía a Ángela. Me enteré entonces que ambos bailaban marinera, no sabía dónde ocultar mi emoción, ya no podía más y seguí lagrimeando, contándole cuentos al querubín que se había cruzado en mi vida, tan pequeña, tierna, quizás segura que todos éramos buenas personas allá adentro. Luego de unos minutos llegó la despedida y caminamos con nuestros protegidos hacia la puerta principal.

Me negué a despedirme desde allí de Ángela y la acompañé hasta la puerta de su autobús, donde le di el primer y último abrazo, recibí su beso en la mejilla y la observé partir. Me despedí entonces desde el jardín y todos los angelitos desde las ventanas, sonriendo, felices, comiendo los chupetines que les habíamos regalado al final. Cuando el autobús gris desapareció en la avenida 28 de Julio, me sentí más libre y firmemente, regresé al salón de clase con los ojos empañados y la sensación de haberme despedido de una amiga de toda la vida, de una prima pequeña, de una hija. Han pasado ya varias semanas, se ha terminado el año escolar y yo no sé dónde está Ángela, en qué estará pensando y se acordará de mi alguno de éstos días.

La Despedida
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