Ayer en el desayuno tuve ganas de llamar a Luis para decirle que, después de seis meses, había cambiado de opinión. Lo más probable habría sido que me hubiera mandado al cuerno y la verdad, es que tiene todo el derecho de hacerlo. Pasé los últimos meses peleando como un perro con mi esposa, ahora ex-esposa para ver quíén se quedaba con qué. Felizmente (¿Felizmente?) no teníamos hijos ni nadie en especial por quien pelear, salvo nosotros. Habíamos intentado de todo, terapia en pareja, pscicólogos llenos de hipocrecía y diálogos que terminaban en floreros rotos y ella allá, pelando mandarinas y aguantándose el llanto. Quedamos en que era culpa de los dos, pero yo en el fondo sé que no es cierto. Me quedé con el departamento, ella con el auto, nos peleamos hasta por quién se iba a quedar con el álbum de fotografías de nuestro matrimonio, un sábado soleado hacía ya diez años. ¡Diez años! Diez años durmiendo al lado de la misma mujer, sin pensar ni una sola vez de manera maliciosa en las piernas de mis alumnas o las tardes solitarias de mis compañeras de trabajo. ¿Habría caído ella en la clásica tentación del adulterio? Me preguntaba a veces, cuando se iniciaba ya el friaje, si había otra persona en su mente fuera de mi. Ser un cornudo... aquello definitivamente nunca ocurrió.
Ayer por el desayuno, también logré sentir ese vacío silencioso de la mañana. Recién me di cuenta que no había nadie que encendiera la televisión para ver las noticias, que bostezara sin delicadeza y lanzara maldiciones porque no encontraba las pantuflas. Me reí con la taza de café en la mano, creo que me enamoré de mi esposa, porque ella era distinta a una manera extrema y excéntrica. Nunca usaba maquillaje, no leía las etiquetas de valores nutricionales, solo comía lo delicioso e incluso mis platos que quizás nunca fueron ideales. Ella no demoraba años en elegir la ropa para todos los días, solo hacía eso cuando íbamos al teatro, a su pedido personal, a escuchar la ópera en invierno o a celebrar nuestros aniversarios a algún lugar bonito. Lucho tiene razón cuando dice que tengo algo malo en la cabeza, no puede ser que todo ésto lo haya pensando en una mañana, habiendo pasado ya seis meses de nuestra separación. El café me sabió a lodo insípido y se me quitó el hambre de golpe, fui a dar una vuelta por el departamento como si fuera un parque, los árboles eran las columnas donde hacía mucho tiempo, nos habíamos desnudado sin vergüenza alguna, muriendo de risa, como chiquillos. Suspiré, morí. De repente sentí ganas de llorar, como si se me hubiera muerto algo muy querido, miré las ventanas y me acordé de sus huellas en invierno, cuando estaba aburrida, miraba el suelo y nos encontraba a los dos jugando entre discos, revistas. No podía acercarme a la habitación sin recordar cuántos momentos habíamos pasado allá adentro, leyendo, consumiéndonos en cosas de mayores que soñamos desde que éramos niños.
Ayer por el desayuno, también logré sentir ese vacío silencioso de la mañana. Recién me di cuenta que no había nadie que encendiera la televisión para ver las noticias, que bostezara sin delicadeza y lanzara maldiciones porque no encontraba las pantuflas. Me reí con la taza de café en la mano, creo que me enamoré de mi esposa, porque ella era distinta a una manera extrema y excéntrica. Nunca usaba maquillaje, no leía las etiquetas de valores nutricionales, solo comía lo delicioso e incluso mis platos que quizás nunca fueron ideales. Ella no demoraba años en elegir la ropa para todos los días, solo hacía eso cuando íbamos al teatro, a su pedido personal, a escuchar la ópera en invierno o a celebrar nuestros aniversarios a algún lugar bonito. Lucho tiene razón cuando dice que tengo algo malo en la cabeza, no puede ser que todo ésto lo haya pensando en una mañana, habiendo pasado ya seis meses de nuestra separación. El café me sabió a lodo insípido y se me quitó el hambre de golpe, fui a dar una vuelta por el departamento como si fuera un parque, los árboles eran las columnas donde hacía mucho tiempo, nos habíamos desnudado sin vergüenza alguna, muriendo de risa, como chiquillos. Suspiré, morí. De repente sentí ganas de llorar, como si se me hubiera muerto algo muy querido, miré las ventanas y me acordé de sus huellas en invierno, cuando estaba aburrida, miraba el suelo y nos encontraba a los dos jugando entre discos, revistas. No podía acercarme a la habitación sin recordar cuántos momentos habíamos pasado allá adentro, leyendo, consumiéndonos en cosas de mayores que soñamos desde que éramos niños.
Que injusta es la vida de un adulto. Uno crece por las puras, siempre seguimos siendo los mismos, pero con barba, con el libido aumentado, con la edad necesaria para hacer locuras, como por ejemplo, divorciarte de la persona que más amas en el mundo. Me sentí como un imbécil, seis meses tuvieron que pasar, seis meses en los cuales quizás ella me dejó de amar, se dio cuenta que soy un idiota por tomar la acción más cobarde, la separación eterna.
La extraño, Luis, la extraño como no tienes la menor idea. Desde sus silbidos en el almuerzo hasta cuando hablaba durmiendo, cuando daba vueltas en la cama y me fastidiaba el sueño, cuando lloraba viendo musicales y hablaba malas palabras cuando había tráfico.
Quiero que regrese.
Ahora me doy cuenta, que es lo único que necesito.
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