martes, 12 de octubre de 2010

Quédate Conmigo

Observó a su amiga de toda la vida ponerse de pie y caminar descalza entre la cama y la pared clara. Las cortinas cerradas no impedían la luz nívea de la ciudad invernal entrar a la habitación desordenada, un suelo lleno de discos, una botella debajo de la cama con marcas de lápiz labial en el pico y cuadernos por todos lados. Aquel par de piernas blancas se pasearon pacientemente por la habitación, buscando algo entre las cómodas y baúles. Ella se agachó y él se quedó en pacífica contemplación a sus formas entretenidas.


-Buenos días- dijo, apoyándose en la cabezera de una cama metálica.

-Buenas tardes, dirás- le respondió la voz brusca que
pertenecía a aquella cabellera.

Amelia giró para buscar la sandalia que faltaba, no para dar un beso de buenos días. Frívola como todos los domingos por la mañana, cuando terminaba envuelta en sábanas y camisas, con sus pechos meciéndose bajo una prenda masculina que nunca le pertenecería.

-La noche ha estado insuperable- comentó él, tratando de
enterrar un poco el mar humor.

-Mentira, Manuel- contestó ella mientras seguía paseando, blanquísima
en aquel desastre de lugar -Todo se supera. Mírate, en un departamento
después de haber vivido metiendo chicas a escondidas a tu habitación.

Él se incorporó y con el torso desnudo, siguió observándola buscar sus prendas por el suelo desordenado, la habitación caótica de otro universitario rebelde. Su amiga de toda la vida se retiraba de nuevo, pero había algo aquella mañana que no encajaba. La brusquedad y frialdad con la que solía tratarlo después de acostarse juntos sin cruzar ciertos límites era algo común... pero parecía que Amelia solo quería desaparecer. Estiró los brazos y se acomodó.

-¿Qué va a pasar con nosotros?

-¿Nosotros, Manuel?- ella lo miró con su mirada cansada de
mañana, la cabellera revuelta, las mejillas níveas -Nosotros seguimos siendo los
amigos de toda la vida y algún día superaremos ésto también. Nos sentimos tan
solos, infelices y temerosos de morir de frío que dormimos juntos todos los
sábados. Vamos a superarlo, créeme.

Se sentó su lado en la cama ya de sábanas frías y él se apoyó en su níveo muslo. Amelia no reaccionó y se quedó inmóvil, mientras Manuel se aferraba a aquella carne tan tibia, tan tierna y mucho más preferible que cualquier almohada vulgar. Se quedó, tratando de conciliar de nuevo el sueño hasta que sintió que todo se derrumbaba y ella se ponía de pie, dejándolo en su fantasía que se desvanecía.


-Amelia ¿A dónde vas?- preguntó asustado cuando la vio
alejarse.

-A preparar el desayuno- su mirada se apaciguó, luciendo la paz y
el buen humor que llegaba poco a poco.

-¿Por qué? ¿No se supone que estabas molesta y pesimista?- le
bromeó, mientras se vestía.

-Soy tu amiga de toda la vida- contestó -No soy tu novia
resentida. Cojudo. Te espero en la cocina.

Manuel la miró caminar sonriente hacia el comedorcito con sus sandalias, la camisa a rayas que le quedaba larga y las piernas siempre blancas, saltarinas, danzando por el lugar. Observó a su amiga de toda la vida, la que siempre soportaba sus llamadas, sus opiniones y arrebatos, caminar semidesnuda por el departamento que ya conocía de memoria. "Nos sentimos tan solos, infelices y temerosos de morir de frío que dormimos juntos todos los sábados". Ella tenía razón.
Y a pesar de todo, no iba a retirarse ni a dejarla por un instante.
Amelia tenía razón. Siempre tristes, tan solos...
Así iban a estar juntos por siempre, los buenos amigos, tan temerosos, incapaces de separarse porque morirían de frío.
Sí, Manuel. Tú te morirías de frío.

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