domingo, 29 de agosto de 2010

Abolición Sin Preámbulo

Media hora después de haberle dicho que la odiaba, llamó arrepentido con ganas de disculparse. ¿Qué clase de imbécil hace algo por el estilo? Un hombre enamorado. Alguien como él, que sabía diferenciar a los sentimientos de los gustos, las ganas de tirar de las ganas de un abrazo, las salidas tranquilas a una pachamanqueada lujuriosa en un parque sin nombre.
Ella no le contestó y eso era equivalente a una monstruosa sensación de vacío. Llamó a su mejor amigo, buscando un consejo, el cabrón suspiró y con su voz frágil y decepcionada le dijo "Vaya que eres un imbécil. Vete a reflexionar y olvídate de esa perra". Colgó sin ganas de escuchar la respuesta de su amigo y lo dejó con un escalofrío recorriéndole el cuello.
"Esa perra" había ocupado su ser entero durante varios meses, le había causado insomnios, trabas al hablar, casi horas de estado neutral en donde miraba una pared sin pensar en otra cosa que no fuera cada detalle de su aspecto. Un imbécil, un enamorado, una perra, los términos le daban vueltas y hasta ahora no entendía por completo el porqué.
Cosas como éstas pasaban por lo menos dos veces al mes.
Se había involucrado en una relación tormentosa y abstracta de ya casi un año sin darse cuenta. Todo había comenzado cuando se aferraba a la esperanza que pudieran funcionar. ¿Era tan complicado? ¿Siempre había sido tan difícil funcionar? Ella no iba a contestar el teléfono hasta que se calmara y luego llamara, con su voz femenina y presuntuosa: "¿Ya me vas a pedir disculpas?".

-Que perra- susurró, reprimiendo su frustración.

Así pasaron tres días de frialdad, distracción e ira contenida hasta que ese nombre tan esperado, tan maldito y hermoso apareció en la pantalla azul de su teléfono. La voz que ya se había memorizado sonó melodiosa y con la misma pregunta de todos los meses. ¿Ya me vas a pedir disculpas?
Él se quedó helado, con el teléfono en la mano. Se quedó mirando por la ventana, una joven vestida de negro y con gafas pasó corriendo, como si escapara de algo. Le pareció irónico. Lo único que tenían en común esa desconocida y él, era que intentaban alejarse, al parecer inútilmente. A ella la podrían alcanzar, algo le podría ocurrir y quizás nunca escaparía, quizás sí. Pero a él... ¿Qué lo detenía?

-¿Me vas a pedir disculpas o no?

Miró su viejo estante de discos y cerró los ojos.

-No.- dijo suavemente y lanzó el teléfono por la
ventana.




Continuará (probablemente)

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