Tokio Blues me acompañó desde los primeros hasta los últimos días de una tristeza singular. Me senté durante horas al lado de la ventana a leer mi primer libro de Murakami y pensar en todo lo que decía. Abrir aquel libro fue como dejar que la niebla que de por sí flotaba en mi habitación se tornara más densa, un poco más aguda, se metiera más al fondo de las arterias.
Una historia de amor coja, incompleta y sin embargo las cosas encajaban con el paso de las páginas. No ha sido el mejor ni el peor libro de la historia, no ha sido la más conmovedora ni la más frívola historia de amor que he podido leer, pero Tokio Blues tuvo algo peculiar entre los demás libros, como quien te deja un rastro agri-dulce, más agrio que dulce dentro del cuerpo.
Terminé de leerlo en los últimas días en donde toqué fondo y luego de pensar en morir durante el amanecer del martes, desperté a las nueve de la mañana en el consultorio de la buena Rossane a decirle que me sentía mejor y no mentía ni tampoco miento. Me siento mejor.
Tokio Blues y su historia cargada de amargura. Le presté el libro de Lex hoy día, espero que lo disfrute. Mientras tanto me quedo intentando escribir inútilmente alguna clase de comentario, pero me hago nudos y pelotas porque en las noches a veces me regresa la dificultad para hablar.
Tampoco hay mucho que decir.
Tokio Blues y la mancha de azul triste se quedó en mis manos cuando cerré el libro y juré mantenerlo así, cerrado, hasta que pueda volver a creer en los demás.
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