Anoche las luces de la ciudad tomaron vida. Los rostros de las personas se deformaban en diamantes raros, formas geométricas que brillaban y unidas a los semáforos, daban vueltas en una maldición perfectamente circular y cristalina. Se me enrojecieron los ojos, se me nubló la vista. Los faroles de un auto iluminaron mi rostro deformado por la risa y las pupilas dilatadas a punto de derretirse como cera por el rabillo de los ojos. Caminé sin sentido, sin orientación y sin la menor idea de a dónde iba; lo único que sabía era que estábamos ahí los dos, igual de jodidos, igual de mareados y con la risa a flor de labio porque ya no podíamos ver con claridad.
Los brazos se me pusieron moradas y vi un par de manos con siete dedos aferrarse a mis hombros, grité dentro del taxi, golpeé las ventanas hasta casi romperlas en pedazos y él me cogió del brazo, me pidió queme calmara. Esas manos no se me quitaron de encima hasta poco después y mientras tanto, del cielo llovían luces raras, gotas de sangre tan grandes que tiñeron el vidrio del taxi en un carmesí desnutrido. Bajamos en la plaza cerca de la iglesia, me contó sobre sus planes, que no recordaba que día era y que si había alguien en este mundo preocupado por nosotros. Negué. Mentí.
El alcohol le daba patadas al cerebro, algo invisible y doloroso se apoderaba de mi cuerpo hasta que ya no pude caminar si no solamente cojear. Un dolor en la garganta, un quemazón infernal subía y bajaba como en un columpio hasta que me cogí de la baranda cuando estábamos cruzando y puente y vomité en la oscuridad. Allá partieron el color frágil de lo enfermo, las viejas historias y los pedazos infectados de la noche. Y él solo se reía tristemente y decía, Vomitas en arco iris, vomitas toda la luz y los colores que nunca han sido tuyos, que nunca has tenido.
Se enjuagó la boca con ron, arrojó la botella de vidrio hacia el infinito de los autos que pasaban debajo de nosotros a toda velocidad y vi la escena en cámara lenta, el vidrio rompiéndose, la cabeza explotándome después de casi tres horas de no ver nada más que manchas, borrones, cristales con vida propia.
Hacía frío en la luz mortecina del amanecer, sentados en la escalera de su casa. No me abrigó, yo tampoco lo abrigué, nos quedamos mirando al cielo azul, negro y violáceo al mismo tiempo sin saber si era real, si era un sueño, si estábamos lúcidos o si siempre estuvimos igual de jodidos que esa noche.
Allá van nuestros sueños y pesadillas, me dijo, señalando a un punto desconocido en la oscuridad de las calles vacías, Allá vamos todos nosotros, no sé si hacia la muerte, solo sé que allá nos vamos.
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