Desde siempre me enseñaron que los perros aullando son un claro augurio de muerte, junto con los moscardones que se paran encima de las luces en la noche, los cuervos -si tan solo vivieran cerca- paseando en el tejado. El día 27 de noviembre todos los perros de la calle decidieron aullar juntos y una mujer espantada que era mi madre, salió por las ventanas lanzando maldiciones a escondidas y preguntándose ahora a quién le tocaría. La última vez que pasó algo así, nos abandonó una vecina a quien ni siquiera le dirigimos la palabra. Dicen que era una buena mujer, en realidad no sabría decirlo.
A solo un tiempo de partir, no creo que los aullidos y los perros negros debajo de los postes traigan más muerte de la que ya convive entre las personas. En la tarde me recogen en taxi, alguien llama por teléfono muy preocupado por un extraño dolor en mi pulmón izquierdo, preguntan si es necesario un cambio drástico, yo digo que todo está muy bien. Alguien pregunta ¿Has estado llorando? En la puerta le dije al camarada Puchuri, Nunca te metas en estas cosas, aléjate de ellas y él solo decía, Mi padre me dice lo mismo. También me lo aconsejaron, pero nunca escucho.
A solo un tiempo de partir, la noche del 27 de noviembre recuerdo que nadie murió. Nadie se fue.
Y sin embargo, muchas cosas llegaron a un final que llevaba una eternidad echando raíces en la sangre.
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