"Seguiste creyendo que en verano todo se pondría mejor. La última palabra del año fue escrita con furia y con alegría, entre lágrimas de tristeza y felicidad infinita porque todo ha terminado. Ese año pudiste haberte despedido de tanta gente y sin embargo te quedaste o más bien, ellas se quedaron y el caos pareció posponerse por un tiempo más. Caminabas de regreso a casa con el libro hecho tiras debajo del brazo derecho y en algún segundo perdido del autobus creíste que en verano todo de verdad se pondría mejor. Porque enero y febrero son para olvidar, para anotar direcciones y teléfonos en agendas que nunca se abren, conocer a nadie, verte con nadie, sonreírle a nadie, recordar a todos. Vendría la Navidad, el Año Nuevo, los deseos para los doce meses de incertidumbre que llegarían con o sin autorización, ya que.
En alguna semana ausente y huérfana de verano, el teléfono te levantaría en medio de una siesta y la voz al otro lado, te traería de golpe a un hecho que pocas veces tomas en cuenta: No se puede olvidar que no se debe olvidar.
Te limpiaste los ojos con las mangas de un suéter que ya no podría ser usado en los meses que seguían. Lo recordaste a él con una sensación salida de lugar. Quizá en el verano las cosas no se iban a poner mejor. Solo iban a cambiar.
Las mañanas de enero siempre son indescriptibles. La tranquilidad que trae el sol entre la ventana y el calor humedecido pegándose a las sábanas puede desvanecerse en cualquier momento. Decías "Porque enero y febrero son para olvidar" y al final, como diría alguien, el tiro te salió por la culata.
Llegaste al verano para olvidarlo.
Y lo encontraste en todos lados"
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