Al comienzo, me olvidé de tu cumpleaños. Lo busqué en el calendario más cercano, el que cuelga al lado del refrigerador, entre las macetas de las violetas, pero la cifra había desaparecido por completo y cuando me di por vencida recordé que también me había olvidado del mes. El dos de Agonero o en la última semana de Febriembre. No tiene caso porque al comienzo así fue, me olvidé de tu cumpleaños. Luego, entre la sopa de las tres de la tarde y el sol que entraba por la ventana, me olvidé de cómo sonaba tu voz. Ese día, cuatro personas me llamaron por teléfono y a las cuatro les colgué. Mucho tiempo después me acordé que se me había olvidado tu voz que era como una canción alegre de ramas astilladas, como teclas de piano que solo un borracho golpearía con el más infinito amor por la música y con el oído vacío de talento. Me acordaba muy bien de tu silencio, pero no de tu voz.
Por la noche, mientras dejaba el libro encima de la mesa, me olvidé de la forma de tus manos. Podría describir con detalle las matices de la mugre de tus uñas, la sangre fría que corría de un lado a otro y destruía alegremente el calor de tus nudillos de ebanista, pero la forma de tus manos se desvaneció con la misma rapidez con la que pasabas las hojas de los libros viejos. Miré por la ventana hasta el amanecer y no pude recordarlas. Me di por vencida y no pude volver a dormir nunca más.
La tarde siguiente, se me olvidaron tus ojos de campanario abandonado, se acabó ese brillo anómalo que solo tienen las iglesias carentes de fieles y en donde los bandidos se meten a fornicar por la noche. Se me olvidó el día en que nos conocimos y el último día que nos vimos, entonces fue que comencé a llorar porque ya nada parecía tener el mínimo sentido y las cosas se iban como palomas hasta estrellarse con las lámparas y los cuadros. La casa se llenó de silencio cuando llegué a olvidarme cómo era llorar por ti.
Me olvidé de cómo sonaban tus pasos, me olvidé de la hilera traviesa de tus dientes, de tu cuerpo chocándose contra los escalones por la madrugada y el olor que tenía la tierra cuando te ponías de pie y crecían flores raras, de pétalos negros y rojos y espinas coloradas.
Sé que me olvidé de aquellas cosas, porque nunca te olvidé por completo. Y así, mirando el mismo calendario en donde había marcado tu cumpleaños hace años, me acordé de tu olvido.
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