Dijo que iba a regresar, me contaba mientras yo le trenzaba el cabello frente al televisor. Siempre se sentaba en el sofá color berenjena a las dos de la tarde y me pedía que le prepara un té con tres de azúcar y ni una gota de limón mientras buscaba el control remoto entre los cojines cubiertos con pelo de gato blanco. Le trenzaba el cabello todos los días pero nunca me respondió el porqué. Antes de irme a dormir, consideré que fue porque las trenzas le hacían recordar a las niñas que nunca tuvo, al cadáver de aquel aviador de sonrisa amplia que murió dentro de su vientre antes de conocer el cielo mismo y la interminable lista de personas que caminaron por sus pasadizos.
Ella era una muy buena, pero tenía algo. Muchas veces me pregunté si en realidad estaba cuidándola a ella o a su fantasma. Iba todas las mañanas, a veces me quedaba a dormir en la habitación al costado de su biblioteca y siempre la vi igual, sonriendo, las mejillas de cera y siempre escarbando el azúcar que quedaba al fondo de la taza.
No podía evitar tenerle lástima de vez en cuando. Ella vivía todos los días esperando una carta, un telegrama, una llamada telefónica o una piedra estrellándose contra la ventana, pero la verdad es que ninguna de esas cosas llegaron ni tampoco llegarían.
Dijo que iba a regresar, me repitió mientras apagaba el televisor. También me contó que le había prometido escribir, le había dicho que viajaría por el mundo y traería flores secas de todos los jardines por donde pasara, le prometió fotografías, huesos y órganos dentro de frascos de formol, libros en noruego y lanzas de las tribus africanas. Yo le trenzaba el cabello y ella miraba aquellos reportajes sobre las calles de Tolouse, la arquitectura de San Petersburgo y el clima de la Amazonía, esperando encontrarlo escondido entre los árboles, con el rostro cubierto de tierra y una mariposa al hombro, saludando detrás de un tronco.
También sé que en algún momento, él le prometió que nunca se iría.