Para destruirte, tengo que caminar sobre mis pasos y regresar a los lugares a donde solíamos ir. Para destruirte tengo que tirarme en la hierba sin podar, tomar aire y mirar el cielo despejado, botar el agua de mis pulmones, dejar entrar el vaho extraño que dejó nuestra risa enredada entre las ramas. Para destruirte tengo que escuchar tu voz una vez más y considerarla especial, como nunca lo he hecho, tendría que econtrar tu nombre entre mi memoria y decir que me alegra escucharlo y es una felicidad aislada del resto. Para destruirte tengo que recordar la primera vez que te vi y la primera vez que me viste y pensar si hubo algo más honesto que tu vacío y el nublado de tus ojos, siempre a la expectativa que te saludara antes de irme. Para destruirte tengo que tocarte el rostro y escuchar como te haces pedazos, tengo que abrazarte por última vez para escuchar el cristal roto de tus pensamientos estrellándose contra la realidad. Para destruirte tengo que aprender a sentarme a tu lado con una paciencia que solo tú conoces y preguntarme si recuerdo cómo te llamas, en qué año naciste, si mis palabras se clavan en tus huesos o te acarician detrás de las orejas como la brisa del atardecer. Para destruirte tendría que escuchar entre tus mil y una voces para descubrir el acertijo de tus saludos y tus despedidas, los nudos escondidos entre tus besos invisibles y el susurro triste de tus ojos escondiéndose de la luz.
Para destruirte, tengo que hacer lo que nunca has esperado de mi, quedarme a tu lado, ser gentil, arrancar páginas, ver más allá, sonreírte con sinceridad, despedirme como si fuera la última vez porque a ninguno de los dos le queda mucho tiempo.
Para destruirte, tengo que decirte que lo que ha pasado ha sido más que una transición, ha sido tiempo con vida, horas reales, irremplazables.
Qué hacer para destruirte, cuando durante todo este tiempo, es lo único que he podido hacer por ti.