A mitad de camino, el chofer del autobús miró por encima de su hombro a la multitud silenciosa que miraba a través de la ventana con el sol reventándoles en el rostro y los rostros como cartas de póker. Resopló, lleno de tristeza y prendió la radio que había mantenido apagada durante todo el día. Se había sentido tan desanimado que había arrojado sus viejos discos de plástico, rayados y mordisqueados por la humedad en un agujero al lado del acelerador. De repente nos acordamos que aquel día jugaba nuestro país y con la llegada del atardecer, escuchamos un partido pasivo y sin emoción, marchito por el mal sabor que nos dejó la última jugada de hace unos días y el tono anaranjado de un cielo que había estallado en luz solar durante todo el día. Pero también yo supongo que es por octubre y porque vino silencioso y calladito, como un mes indiferentemente sereno y cuando todo parecía estar tan bien, en tan solo una semana, todo se ahogó en el caos más inusual. Llegué a casa y madre no saludó; está molesta porque le critiqué su homofobia.
Este mes, en los 16 días que llevamos respirando aire de octubre, todos hemos perdido algo y ya no sé decir si de verdad es porque así debe de ser. Podría explicar la tristeza y la amargura silenciosa diciendo por enésima vez en el año que el flujo de las cosas, pero me rehúso. Ya no hay más ciencia, no hay fórmulas ni acciones racionales en el manojo de nervios y sentimentalismos que invadieron los primeros días del mes y aún suelen invadir ciertas noches, cuando llueve hasta que el agua llega a los huesos y uno espanta los malos pensamientos.
Ayer se susurró “Tengo miedo de ser feliz porque ¿Qué voy a hacer cuando se termine?? ¿Cantarlos como una canción de viejos carteles?”. De repente, con la apatía por los estudios, llega la apatía por darle vueltas violentas al asunto.
Hoy día creo que Perú va a perder el partido.
Y mientras tanto, recuerdo que todos, absolutamente todos, mienten.
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