Yo no sé de pájaros,
no conozco la historia del fuego.
Pero creo que mi soledad debería tener alas.
Alejandra Pizarnik
Yo no sé de pájaros,
no conozco la historia del fuego.
Pero creo que mi soledad debería tener alas.
A mitad de camino, el chofer del autobús miró por encima de su hombro a la multitud silenciosa que miraba a través de la ventana con el sol reventándoles en el rostro y los rostros como cartas de póker. Resopló, lleno de tristeza y prendió la radio que había mantenido apagada durante todo el día. Se había sentido tan desanimado que había arrojado sus viejos discos de plástico, rayados y mordisqueados por la humedad en un agujero al lado del acelerador. De repente nos acordamos que aquel día jugaba nuestro país y con la llegada del atardecer, escuchamos un partido pasivo y sin emoción, marchito por el mal sabor que nos dejó la última jugada de hace unos días y el tono anaranjado de un cielo que había estallado en luz solar durante todo el día. Pero también yo supongo que es por octubre y porque vino silencioso y calladito, como un mes indiferentemente sereno y cuando todo parecía estar tan bien, en tan solo una semana, todo se ahogó en el caos más inusual. Llegué a casa y madre no saludó; está molesta porque le critiqué su homofobia.
Llueve sobre octubre y sobre la ciudad. Parece como si todo se hubiera ido de cabeza en tan solo cuestión de días y de escupitajos despreocupados de un clima extraño. Caminaba regreso a casa y pensaba que estábamos juntos, pero en realidad no era ni nunca fue así. En octubre me siento debajo de la ventana a verme las cicatrices y escarbar entre los mapas de la piel para ver si puedo acordarme las oraciones y comas que se me van de la mente en el ocaso. En octubre ella deja el lapicero encima del mantel blanco y se pregunta cuándo cambiará, si es que el día de mañana hará menos frío por la noche y los abrazos no serán algo tan complejo. En octubre él camina hacia ningún lado y también piensa en abrazos, pero ni las cifras más profundas y perdidas en el océano de las memorias, podría acercarse al número real de abrazos que no recibió por miedo a incomodar. Así son las personas, dijo alguien, simplemente las personas son así.
¿Y qué estábamos haciendo en un puente violeta?, preguntaste buscando algo debajo de la cama y el tintineo que le siguió me hizo pensar en monedas y en pastillas. Pero se supone que la medicación había quedado atrás; en aquel mundo cuadrado y extraño, ya no existía la fluoxetina. No lo sé, respondí, solo estábamos caminando hacia el otro lado del puente, y el niño nos esperaba pero parecía conocernos. Qué raro, respondiste y un bostezo de hipopótamo viejo llenó la habitación, Quizá haya representado la infancia perdida, o los traumas de la niñez o quizá solo es porque tú siempre andas mirando niños en todos lados, supongo que es cosa de mujeres. ¿Acaso tu nunca has soñado con niños? pregunté haciendo a un lado una almohada cargada de polvo. Mientras hablábamos el agua del mar había entrado y se iba devorando los maderos centenarios del suelo. No, claro que no, dijiste, Yo sueño con otras cosas, sueño con mujeres, por ejemplo, y con órganos del cuerpo. ¿Alguna vez has soñado con un corazón?, pregunté mientras el agua furiosa del mar llevaba nuestra cama hacia un jardín que no era más que horizonte y lluvia fría. Siempre sueño con un corazón, respondiste jugando con el agua que nos rodeaba, Casi todas las noches. Me reí y me acurruqué en tu hombro porque comenzaba a hacer mucho frio, Esa es la diferente de tus sueños y los míos, te dije debajo de la sábana, Yo puedo conseguir niños, pero tú no puedes conseguir un corazón"