domingo, 10 de marzo de 2013

4 AM

Me tiré encima de las almohadas a las cuatro de la mañana, con los mendigos caminando sin rumbo por la ciudad y los taxis que vienen del aeropuerto perforando el silencio. Lo único que me queda, era el trago amargo de horas de masticar secretos y la sensación de haber pasado siglos fuera de casa. Hace una hora, estaba en el auto con una Coca Cola en la mano, un tango en las orejas y sorprendida porque después de todo, no me había puesto a llorar como una Magdalena a los pies de la cruz. 
A las cuatro de la mañana no duermo porque pienso y pienso más que de costumbre, pienso tanto que podría escribir tres novelas y un poemario hasta que la gente se aburra de mis cursilerías y exageraciones. Pienso en frases y en imágenes que no van a suceder, me aferro a las sábanas porque a falta de esqueletos y piel de cera a esa hora, solamente me queda la imaginación. 
Pienso que no quisiera pasar así el resto de las noches, que ya he tenido suficiente y recuerdo a Gi diciéndome "No es por insomnio que no puedas dormir, si no que te desvelas cuidando sueños ajenos". También está mi madre que me pregunta hasta cuándo van a durar mis afanes de mártir, de Teresa de Calcuta. A Gi no le digo nada, solo me quedo dormida a su lado y a mi madre nunca le respondo. 
Son las cuatro de la mañana y el alcohol me quitó el sueño, pienso y re-pienso todo lo que tengo hasta ese momento y reniego de mi ingenuidad, de mi falta de dureza y que yo con mis pensamientos de eternidad y mis contradicciones no voy a llegar muy lejos.
A veces, en medio de esa maraña de ideas y fantasías, pienso en él y en ellos y en esa lista que es tan corta que ni siquiera puede ser una lista. 
Son las cuatro de la mañana y lo único que tengo, porque es lo único que puedo tener, son sensaciones que  se quedaron enredadas entre mis costillas, como el mejor recuerdo. 
Son esas cosas las que me ayudan a volver a dormir. 

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