Han pasado casi seis meses desde la última vez. Sentada frente a los azulejos del balcón, podría decir que un siglo se ha escabullido por debajo de mi piel, como una serpiente en medio de este extraño invierno que se traga la ciudad. Ya no queda nada del esqueleto que fui en abril, no hay rastros ni carne descompuesta, ni páginas rotas o cabellos entre la almohada. Hay una eternidad de ojos tristes entre abril y octubre y sin embargo no hay lugar para quejas. He dado cien pasos atrás desde aquella pesadilla.
Supongo que tampoco hay lugar para resúmenes, porque no se me ocurre de qué manera explicar todo lo que ha sucedido. Mucho ha cambiado. Todo ha cambiado y no hay nada que extrañe. Estoy feliz que haya terminado. Han sido seis largos meses, meses de pastillas y psicopatología, besos de Xanax en la cama de Emergencias por las tres de la mañana, dolores de cabeza, nicotina entre los dedos, tomografías y sertralina en las mañanas, consultorios psiquiátricos en el sótano de la clínica, taxis a las nueve de la noche.
Últimamente, por no decir, en las tres horas que se acaban de desvanecer, llantos y gritos que resuenan en la ducha, se estrellan contra las losetas, parten la piel en dos. Promesas, risa y muerte. Pesadillas. No queda nadie de quien fui pero sigo siendo yo y he regresado sin saber exactamente qué es lo que quiero decir, a dónde quiero llegar. Ha ocurrido tanto en tan poco tiempo. He ido a tantos lugares, a veces sin siquiera moverme. Hay tanto dentro de mi.
Me pregunto cuándo llegaré al final de la escalera.
1 comentario:
No me importa que trillado suene esto pero, aún no ha habido nada lo suficientemente importante para que uno se tire al abandono; ni el amor porque ese "amor" ha sido prostituido por los medios; vida es vida, sino donde queda la fuerza de las palabras?
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