En algún momento creí en la unión eterna de las personas. No es que ahora mire con desdén a las parejas que son realmente felices ni que haya dejado de ocultar mi rostro detrás de un pañuelo durante las bodas en una sofocante catedral, pero recuerdo que antes mi concepción de la unión era distinta.
Me tomó muchos años comprender que poco importan ya las marcas de dientes en los muslos y los restos purpúreos de un martes entre los senos, que no hay alguna cuestión legal o divina que convierta a un revoltijo de sábanas y un beso en la frente, por más que para mi signifique la expresión más cruda y violenta de amor, en una promesa de honestidad. Hace muchos años miraba a las personas con la ingenua seguridad que el abrir la carne para dar paso al deseo y el prometerse una vida de poética nostalgia era suficiente, una especie de pacto sanguíneo e inquebrantable, algo de verdad eterno. Los Amantes - Toulouse Lautrec |
No hay nada más desgarrador, no hay manera de sentirme más miserable que aceptar el dulce abrazo de alguien, escuchar una promesa en voz baja y pensar "Si supieras que me estás mintiendo. ¡Si tan solo supieras que nada de esto es cierto!".
¿Qué se supone que voy a hacer cuando me cruce con un beso sincero, si es que tal cosa existe, con una caricia sin malicia y un verso gentil?
Siempre tengo miedo de haber convertido a mis ángeles en monstruos y mis ilusiones en pesadillas diurnas, tan táctiles como una mano fría buscándome entre las rodillas.
Y sin embargo todavía creo que es real.
Que en algún lado, la gente todavía se susurra poesía al oído para descifrar sus espíritus y no la contraseña feroz que abrirá la puerta de un hotel.