Nadie nos creía una unión conveniente. Yo andaba escarbándome los restos de pintura pegada a la piel cuarteada de mis nudillos y él tenía las manos blancas y limpias, las uñas cortas y de tonalidad purpúrea, señal típica de los que tienen problemas para respirar. Nunca sonreía demás, nunca se reía. Jamás olvidaré las contadas veces que alcancé a ver sus dientes blancos, casi transparentes, tímidos detrás de su boca pálida.
Lo conocí tres años antes de irme. En ese momento yo no tenía ese extraño hábito de jalarme compulsivamente las mangas de los suéteres, no sé si en un afán de esconder cicatrices pasadas o por simple nerviosismo. Pero lo encontré, quizá él me encontró o hasta pudimos haber sido un simple capricho de Dios, una coincidencia sin importancia. Solo sé que fue frío, como el témpano, como la indiferencia, desde el primer hasta el último día.
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Aleksandra Waliszewska |
Era una paradoja de cabello largo y ojos ambivalentes, a veces claros, brillantes, otras veces siniestros, cargados de una inexplicable amargura. Nos sentábamos por horas enteras en el mismo lugar a hablar. En aquel limbo silencioso que era el jardín de su casa, siempre desierta, rodeada del ruido de la ciudad que cada día parecía más lejana, más extraña, mirábamos el cielo sin decir nada. De repente su piel helada sobre mi mano derecha, un beso con sabor a abandono cerca a la boca, un susurro gentil en el oído.
Existíamos en aquel jardín. Fuera de los rosales y los arbustos de margaritas, a mi se me caía el cabello, se me partían las uñas y nosotros éramos entes separados, aparentemente unidos por un hilo que yo sentía desnutriéndose con el paso de los días, mientras su beso nocturno se fortalecía. Escupía sangre a las dos de la mañana y me creía una estatua de mármol de su jardín, decoración de carne, hueso y vísceras, su muñeca de porcelana, la compañía más adecuada.
Nunca se lo dije. Pasaron tres años y nunca se lo dije y el día en que las costillas se estrellaron dentro de mi cuerpo, que la hemorragia pudo más que mi fortaleza recuerdo que estaba triste y feliz, me sentía miserable pero tranquila. Entonces me fui.
Alguien me dijo tiempo después que guardó luto por años enteros, que casi pierde la razón cuando escuchó la noticia, que casi pierde la vista por lo maltratados que quedaron sus ojos de puro llanto.
Pero no les creo.
El que yo conocí no lloraba, no parecía sufrir, siempre estaba calmado y ningún silencio le hizo perder la compostura. Parecía ser un poco más humano cuando estábamos en el jardín, pero eso es todo; más allá de los rosales, estaba tan frío como la primera vez que lo vi.
Si estuve equivocada hasta el último día, él nunca me lo hizo saber.
Inspirado en Pesadilla # 5.